El protagonista adolescente de esta obra experimenta esa sensación de ruptura y desencuentro que ocasiona todo proceso de conocimiento y maduración. A la vez inicia un difícil aprendizaje de la vida a través de la lectura, o acaso de la lectura a través de la vida. Una vez más filosofía y literatura se encuentran, esta vez dirigidas por el bastón o batuta de un pedagogo ciego, a quien los dioses no le concedieron el dulce canto como a Demódoco, pero sí la clarividencia de quien no está mediatizado por la engañosa perspectiva de los ojos. Transcurridos veinte años, aquel adolescente, ya adulto, sabe que la escena del gran teatro del mundo se repite, aunque jamás es idéntica, que también él, de alguna manera, habrá de ser estatua, ciego o payaso lloroso…