Un error en un movimiento de la tijera y ¡zas! ahí va un flequillo que queda más corto de la cuenta. Un despiste con una tintura destinada a rejuvenecer que acaba en un maravilloso pelo cano, gajes del oficio de un peluquero que están a la orden del día.
Pero en un salón de belleza no todos son tijeras y tinturas. La clientela más fiel sabe que aquellas sillas, o incluso el lavacabezas, pueden ser mejor mucho mejores que el diván de un psicólogo. Es aquí donde se da pie a las más íntimas confesiones: novias cuya luna de miel acaban con un sabor amargo o princesas que relatan una vida llena de lujos, pero sin el amor de su marido; todos admiten el poder curativo Antonio Garrido de una sesión con su peluquero.
Y luego están los espontáneos, aquellos clientes que aparecen de repente, a veces con más intenciones que sólo cortarse el cabello: electricistas muy oportunos, amigas de los ajeno y de los animales o niños hiperactivos que montan un pequeño espectáculo.