Lambert Strether tiene cincuenta y cinco años, es viudo y está medio comprometido con una rica viuda de Woollett, Massachusetts, la cual lo manda a París con una delicada misión: rescatar –se supone que de las garras de alguna «mujer malvada»– a su joven hijo Chad, que lleva allí cinco años y últimamente ya ni escribe. Chad está destinado a ser un pilar del prosperísimo negocio familiar y es importante que vuelva y que además se case con una señorita decente de Nueva Inglaterra. La primera sorpresa de Strether al reencontrarse con el joven es verlo, no perdido, sino todo lo contrario: más desenvuelto, más refinado, rodeado de «personas inteligentes»; y las mujeres que han obrado en él tan «maravilloso» cambio le resultan «muy armoniosas», llenas de «aspectos, personalidades, días, noches». La segunda sorpresa tiene más que ver consigo mismo: descubre, a su edad, que puede, si no vivir ahora la juventud que en su día no vivió, celebrarla. El vivo contraste entre Europa y Estados Unidos, entre la distinción y la torpeza, entre el gusto por la conversación y la unanimidad de opiniones, entre lo heredado y lo adquirido, lo lleva a plantearse cosas que jamás imaginó. Los embajadores (1903) –que aquí presentamos en una nueva traducción de Miguel Temprano García– era para Henry James su novela favorita y constituye sin duda un hallazgo excepcional: quizá la única novela de formación protagonizada por un hombre de cincuenta y cinco años. Con un alto sentido de la comedia, explora las profundidades de la euforia… y a la larga también de la lucidez.