«Nunca digas nunca jamás». El amor está por todas partes, incluso en los lugares donde parece imposible.
Meg Ward era una criminóloga muy concienzuda. Había tenido una vida difícil y eso la empujó a esa dura profesión. Estaba cerrada al amor por la experiencia que había vivido su madre con el abandono de su padre. Meg no iba a unirse jamás a un hombre, al que le había dado la oportunidad la hizo elegir entre él y su trabajo, nunca cometería el mismo error.
Una aventurilla de vez en cuando era suficiente. «Placer sin promesas», ese era su lema.
Randall Mitchell poseía unos viñedos cerca de Nueva Orleans, y el buen funcionamiento de estos hacía que uno de sus vecinos no parara de insistirle en que se asociaran. Juntos formarían el más grande de todo el estado, y para ello le ofrecía su hija, como si vieran dos siglos atrás y los negocios se afianzaran con matrimonios.
Una mirada a aquella mujer vestida de cuero le bastó para que desear saberlo todo de ella.
Meg y Randall se conocieron en las peores circunstancias, a pesar de eso, la atracción entre ambos fue instantánea. Sin embargo, se mantenían a distancia para no perjudicar la investigación que ella llevaba a cabo, y de la cual él era un posible sospechoso.
¿Lograría traspasar las barreras había construido alrededor de su corazón y que mantenía como un escudo protector?