Llegar a la Antártida es difícil, pero mucho más difícil es salir de allí. El 2 de febrero de 2014, el periodista Federico Bianchini emprendió un viaje hacia una de las trece bases argentinas ubicadas en aquel continente que, helado y virgen, resulta un paraíso para los científicos. Su objetivo era contar la singularidad del trabajo de esos hombres y mujeres que van tras sus objetos de estudio –glaciares, skúas, lobos marinos, líquenes–, superando condiciones climáticas extremas, inmersos en un mundo donde se mezclan la ciencia y la aventura. Así, descubrió a personas que pasan meses contando ojos de krill, estudiando el vómito de los pingüinos, y para quienes un ave antártica es algo mucho más cercano que la propia familia. Cuando llegó el momento de regresar a Buenos Aires, el clima se tornó repentinamente hostil, el avión encargado de llevarlo de regreso no pudo aterrizar, y la que iba a ser una estadía de menos de una semana se transformó en un encierro de casi un mes durante el que se vio obligado a seguir una rutina de reglas estrictas para casi todo –para comer, para ducharse, para salir a la intemperie–, rodeado de un paisaje de belleza única y malévola que, cada mañana, le repetía: "Hoy tampoco podrás salir de aquí".