Tras labrarse una meteórica –aunque algo tramposa– trayectoria como curador de exposiciones, el Comisario, un ser cínico e ingenuo a partes iguales, vuelve al barrio de su infancia para construir lo que pretende ser su obra magna: un parque temático dedicado a la literatura.
Allí, entre audaces planes de negocio, atracciones vanguardistas y reproches vecinales, se reencontrará tanto con algunos fantasmas de juventud –los problemas de clase, la honestidad sentimental– como con los nuevos desafíos que plantea la edad adulta: de su capacidad o incapacidad para tolerar la imperfección de los sueños cumplidos dependerá que su quijotesca empresa –en insólitas acepciones de «lo quijotesco»– acabe en éxito o fracaso.
«El problema de España, quién sabe si del mundo, es que no ha leído bien el Quijote. La única revolución pendiente es la de la comprensión lectora. El libro no va de un pobre viejo del que todos se ríen. No va del fracaso. Nada de héroe romántico. La obra versa sobre el éxito de Alonso Quijano. Sobre un tipo maduro que decide vivir un sueño y, contra todo pronóstico, lo consigue. […] Si lo leyeran los coaches, lo convertirían en su libro de cabecera».