¿Las cartas forman parte de su obra o es preferible destruirlas antes que dejar pistas para la posteridad de los secretos develados a sus destinatarios? En el caso de Andrés Caicedo (Cali, Colombia. 1951–1977) el asunto se multiplica puesto que, hasta el viernes 4 de marzo, el día de su suicidio, el escritor no dejaría de comunicarse, con un afán sin tregua, a través del refugio de la correspondencia. Las cartas, para Caicedo, se convirtieron en otra manera de practicar la urgencia de su literatura, tal como lo hizo a través del teatro, los guiones, la crítica de cine, los cuentos, la poesía y la novela. Para Caicedo, escribir cartas era una necesidad que se confundía en la disciplina extrema con la que abordó sus ficciones. Como en el caso de su admirado H. P. Lovecraft, Caicedo no solo dejó constancia de su paso por el mundo a través de extensas cartas, sino que sacó copias de todas ellas en papel carbón y las dejó en sus archivos debidamente organizadas para un futuro improbable.
En este primer tomo, se reúne la correspondencia iniciada en 1970, cuando el autor contaba con 19 años y comienza a comunicarse con familiares y amigos a través de cartas a mano o a máquina. El volumen se extiende hasta el año 1973, cuando Caicedo viaja a Estados Unidos, con la idea de vender algunos guiones en Hollywood. En este período, el autor consolida su vocación literaria y, cómo no, la necesidad de establecer un vínculo epistolar con aquellos que se encontraban en la distancia.