Con su particular humor y voz, Marina Castañeda hace un recorrido por su experiencia a partir del encierro por esta pandemia que ha sacudido al planeta entero.
Tras una larga era de estabilidad que nos había permitido vivir en (relativa) paz y prosperidad, nos habíamos acostumbradoa la libertad -de movimiento, de expresión, de asamblea, de religión y de estilo de vida. Como parte de las clases medias que habían surgido desde la Segunda Guerra Mundial, podíamos pagarnos vacaciones, restaurantes, y comprarnos toda clase de bienes y servicios que antes eran de lujo. Nos habíamos vuelto consumistas e individualistas de ultranza.
Nos habíamos desprendido poco a poco de nuestros lugares y familias de origen y de nuestros vecinos y barrios. Nos interesaba poco la población "invisible" que nos permitía vivir a gusto sin ocuparnos de las bases materiales de la existencia cotidiana. Pedíamos algo en línea y milagrosamente llegaba a la puerta de nuestras casas. Defendíamos nuestros derechos sin ocuparnos demasiado de los demás. Nuestros hábitos de habían vuelto una jaula de oro.
El coronavirus cambió todo. Nos hizo recordar, o tomar consciencia, de muchas cosas que habíamos dado por sentadas: dependíamos de nuestros empleados de servicio, de nuestros vecinos, de todos los "invisibles", e incluso de las autoridades para imponer las medidas sanitarias indispensables, orientarnos y apoyarnos. Esta nueva forma de concebir los servicios públicos, como un gasto que debe cubrir cada ciudadano en lo personal, era el resultado de más de 30 años de recortes presupuestarios, gastos gubernamentales enfocados en la guerra contra el narco, apoyos a los bancos y grandes empresas. El coronavirus no hizo más que sacar a relucir este abandono por parte del gobierno de sus funciones más esenciales. De pronto nos descubrimos huérfanos.
Lo único que podremos esperar es que habremos aprendido sus grandes lecciones. Ojalá lo hagamos mejor la próxima vez.