Lila quería ir a la escuela. Martina le había platicado todas las vacaciones lo emocionante que sería, lo mucho que aprendería y lo bien que se lo pasaría. Pero las escuelas no admitían monstruos como Lila. Con todo, niña y monstruo tenían un as bajo la manga: el papá de Martina, que, como el mejor abogado, presentó ante la escuela el caso de Lila: no era un juguete, no era una mascota, no era un peligro, así que no había razón para que no pudiera ir a clase.