Vivimos en los que Zygmunt Bauman denominó «tiempos líquidos». Nada se consolida, todo es fugaz y precario, superficial y perecedero. Ocurre con las costumbres, el lenguaje, los hábitos, las innovaciones tecnológicas, las corrientes de pensamiento, la moda, los objetos, los artefactos. Se impone la obsolescencia programada. La impaciencia vence a la paciencia, la banalidad a la profundidad, lo efímero a lo permanente. Y, por supuesto, lo líquido a lo sólido.
En los tiempos líquidos los vínculos también lo son. Las personas se descartan como los objetos. De las relaciones se espera satisfacción inmediata, sin trabajo, sin compromiso, sin proyectos, sin fines, sin atravesar procesos, sin co-crear una historia hecha de vivencias. El contacto y el encuentro son cada vez más leves y efímeros, mediatizados por las redes y las tecnologías de conexión.
Sin embargo, el amor sigue siendo una necesidad vital y existencial, una fuente de sentido y de propósito. Y aun en tiempos líquidos es posible construir un amor sólido, que no se disuelva como un terrón de azúcar, que eche raíces y trascienda en sus frutos. Hay quienes conciben y sostienen ese amor. Un amor que incluye el tiempo, el compromiso, la presencia, la constancia, la empatía, la aceptación. Un amor que no llega por arte de magia, que no se consigue por delivery. Un amor que se construye, ladrillo a ladrillo, día a día, a través del sol y las tormentas, desde los cimientos hasta la cúpula. Un amor que restituye valor y sentido a la vida en tiempos en los que hasta eso está en cuestión.
Ahora, los invito a devolverle a la palabra #amor# su dignidad y su significado profundo, y a honrarla a través de la experiencia. A honrar el encuentro desde la diversidad, a reencontrarse con el otro y a construir amores que dejen huella, cosa que en lo líquido es imposible. Es decir, amor terrenal en tierra firme.