La cuarta novela del autor nos desafía, pese al sereno curso narrativo,
a ensalzarla por aquello que la crítica literaria a menudo calla: sus
virtudes misteriosas, casi abstractas.
Como un milagro de elocuencia sobria, contenida, la historia se nos
cuenta sin exabruptos ni alardes; el arsenal de recursos nunca nos
aturde ni desconcierta. Y, sin embargo, la sucesión de actos, escenas y
episodios no permanece encapsulada entre el estilo y la ejecución -la
escritura-, en un ámbito introspectivo sin salida, sino que nos
pertenece a nosotros, los lectores, que ya no la borraremos de la
memoria. O, para ser menos categóricos y más exactos, que la
conservaremos -acopio luminoso pese a las leyes del olvido- como el
acercamiento concreto, nada casual, al centro que está siempre frente a
nuestros ojos y siempre ausente, el corazón de la manzana al que el
título se refiere.