Velchanínov, cerca ya de los cuarenta, es «un hombre que había vivido mucho, y a lo grande»: rubio, apuesto, culto y galante, ha dilapidado ya dos herencias y se encuentra en San Petersburgo para resolver un litigio a pro-pósito de una tercera. Es también hipocondríaco y sueña que «una muche-dumbre enorme» se junta en su piso para acusarle de un crimen. De pronto reaparece en su vida un antiguo amigo al que hacía nueve años que no veía y con cuya mujer, ahora difunta, tuvo una larga aventura: Trusotski, un funcionario triste y calvo, alcoholizado, que se presenta como «un hombre hundido, pero no hundido sin más, sino radicalmente hundido». El hecho de que Trusotski tenga una hija de unos ocho años, visiblemente maltratada, despierta en Velchanínov el deseo de salvarla y de expiar así «toda mi exis-tencia anterior, hedionda y baldía». Pero la relación entre los dos hombres se debate entre el rencor y la generosidad: sus diálogos, a veces violentos, a veces cómicos, siempre tensos, están llenos de excusas y medias verdades, cuando no de escupitajos y gestos peligrosos. El eterno marido (1870), es-crita entre El idiota y Los demonios, en la época de su madurez creativa, gira en torno a un lema característico de Dostoievski: «El monstruo más monstruoso es el monstruo con buenos sentimientos». A partir de aquí, no puede esperarse más que una novela en la que todo es «ansioso y febril», pero en la que también hay lugar para la distancia y la parodia.