El 13 de febrero de 1837, en una noche de Carnaval, mientras
por las calles de Madrid deambulan grupos de máscaras
y de músicos ambulantes, entre reyertas de borrachos y
mujeres que lleva el diablo, Mariano José de Larra,
uno de los más destacados defensores de los principios
Ilustrados, se suicida.
Este hecho es el detonante que pone en marcha el magistral
mecanismo de relojería de la narrativa de Zúñiga en la que
van apareciendo los diversos personajes que trataron
a Larra, desde sus padres y amigos hasta políticos de la época
como Mendizábal, y personalidades como Cayetana de Alba
o Mesonero Romanos. Como ha dicho el propio autor, «está
demostrado que nadie se mata por una sola cuestión, sino
que es producto de una cadena de sucesos que conducen
a la incapacidad para sobrevivir».
¿Qué influencia ejercemos sobre las personas que nos
rodean? ¿Cómo repercute en los otros una palabra dicha
al azar, un gesto inadvertido e incluso un giro en la mirada?
¿Qué huella podemos dejar en los demás mediante el amor,
el desprecio o la piedad? Éste es el lema de Flores de plomo.
En él, Zúñiga evoca la cadena invisible que une los actos
a las emociones que éstos despiertan en la obligada
dependencia de los destinos humanos.