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Lorna Kepler era guapa y obstinada, una solitaria a quien le gustaba coquetear con el peligro. Puede que muriera por esta razón. El caso es que, cuando encontraron su cadáver, estaba tan descompuesto que nadie pudo averiguar si había fallecido de muerte natural o no, y se archivó el caso. Sólo la madre, Janice Kepler, seguía interesada y convencida de que su hija había sido víctima de un crimen cuyo anterior autor permanecía en libertad. Cuando Kinsey le abrió la puerta de Investigaciones Millhone, no sabía que se vería arrastrada al infierno de los crímenes impunes, en los que sólo un pacto con el diablo puede apaciguar los inquietos fantasmas de las víctimas y liberar a los vivos que aquéllas han abandonado. Grafton lleva aquí a Kinsey a una zona sombría, profundamente turbadora, en la que los asesinos andan sueltos, sin remordimientos ni castigo.