Líneas paralelas es el libro de un libro, de un libro original, único, que existe. Se trata de un diario de viaje, de un mapa de ruta en el que Charly García decidió volcar, durante semanas, el día a día previo a sus shows. Por eso, cada una de sus páginas es el testimonio en sí mismo de un estado de las cosas que se mide en minutos. Todo cambia en el ida y vuelta entre lo que pasa y lo que se viene: lo que es, al segundo dejó de serlo. Así de sencillo y de contundente. Ese es el vértigo que se puede ver en sus colores, figuras y collages, y es también el que se deja leer en sus textos, se entiendan o no. Por eso, algunas partes del libro se transcribieron y otras quedaron tal cual estaban en el original por decisión de su autor, como tiene que ser. Es parte del acuerdo –del juego– entre quien escribe, pinta y recorta, y el que mira y lee: lo que se entiende, se entiende, y lo que no, se inventa (o se imagina, que es más o menos lo mismo). Y es que todo suma en un libro pensado y construido de esta manera. Incluso el fuego que estuvo a punto de hacerlo humo y pena apenas terminado mientras secaba sus tintas sobre una estufa. Los rastros se pueden ver en los bordes de algunas páginas: de ser un efecto buscado, habría sido imposible de lograr, sin embargo, un descuido, el azar y un rescate a tiempo hicieron lo suyo. Eso también es parte de la magia de ese mundo que hace de Líneas paralelas un “artificio” por momentos “imposible”. No hay un orden de lectura del libro, no tiene un sistema a seguir, ni una guía, en ese sentido es un artificio sano. Se trata solo de sumergirse en ese espacio que existe entre aquello que corre o sucede junto por un tiempo (un color, un sonido, una idea, son más o menos lo mismo), a esperar que el infinito ocurra. Y eso, dicen los que saben, es música, de la buena.