Gregorio odia a su padre, ese viejo músico pedante y engreído. Lo odia y desea su muerte. Pero también odia su propia mediocridad, así que cuando el anciano finalmente fallece –casualidad o milagro- el hijo abandona su vida de apariencias y se autoexilia en el inframundo de los mendigos y los vagabundos, los invisibles, los menos que nada. Liberado de toda aspiración, Goyo se redescubre en ese mundo paralelo donde imperan otra ley y otra moral, más humanas pero, por lo mismo, más salvajes y perversas. Aquí el amor se conoce entre la mugre, bajo un techo de cartones por los que no hay que pagar treinta años de hipoteca; aquí el éxito y el fracaso son términos carentes de significado para los miembros de esa sociedad de ángeles caídos.