La Tarara se encomienda a san Federico (García Lorca) y a san Pedro (Almodóvar) para ser bendecida por el lirismo surrealista de uno y la pasión tecnicolor del otro. Esta es la historia –con aliento de thriller– de una mujer que nació hombre, de una hija sin madre y de una madre sin hija.
En el casco antiguo del Alicante de los años sesenta, donde trabajan las prostitutas que retratara con ojos amables Cartier-Bresson, vive Rosa, una niña violinista a la que se le aparecen con frecuencia compositores muertos como Liszt y Schubert.
La Tarara, una mujer transexual que trabaja la noche, acompaña a la pequeña en la lucha contra sus fantasmas. La Rosa adulta y la Rosa niña se entrelazan en un ir y venir de recuerdos que gravitan sobre un secreto de familia apenas presentido: un incendio, cenizas y el olvido. Hasta que unas cartas de amor encontradas en un cajón rescatan la memoria rota de una niña tan llena de música y belleza que no guardaba hueco al espanto.
Esta es la historia no contada jamás de tantos niños “con un cuchillo clavado en la garganta”, en palabras de Wadji Mouawad; un viaje iniciático y adictivo al fondo de la carne. Esta es también una historia sobre perdón, culpa y redención, un canto a la diferencia, un cuento en el que Caperucita, por fin, le toca el violín a los lobos.