¿Existe alguna parte de nosotros que no será nunca remplazada por dispositivos automáticos?
Desde hace algunas décadas, el desarrollo de las máquinas cibernéticas está trayendo aparejada la supresión de millones de puestos de trabajo en las áreas de la producción y los servicios, a tal punto que muchos economistas estiman que no se regresará nunca a una sociedad de pleno empleo sin una drástica reducción de las jornadas laborales.
Se suele recordar que algunos filósofos, como Karl Marx o Bertrand Russell, habían previsto esta situación, pero se olvida que algo bastante similar habían planteado Aristóteles, Descartes y hasta el mismísimo Nietzsche. En el siglo IV antes de Cristo, el primero había asegurado que si las máquinas pudieran trabajar solas y obedecer las órdenes de los señores, estos ya no precisarían emplear como «instrumentos animados» ni a los esclavos ni a los obreros. Cuando desapareciera la división entre quienes mandan y quienes obedecen, podría fundarse una ciudad de ciudadanos libres e iguales. Dos mil años después, Descartes no plantearía algo distinto. El progreso científico y tecnológico permitiría, a su entender, el advenimiento de una sociedad de señores consagrados al estudio y la creación. Pero esta promesa comenzó a ponerse en crisis cuando otros filósofos efectuaron una objeción evidente: si los autómatas pueden sustituirnos, ¿no se debe a que también somos autómatas obedientes? ¿Existe alguna parte de nosotros que no será nunca remplazada por dispositivos automáticos?
Desde sus propios orígenes, la filosofía vinculó el problema de la libertad y la igualdad con la cuestión de las máquinas, y este legado conceptual sigue teniendo consecuencias hoy.