Maldades. Una historia de Medellín nos presenta una ciudad tan real como onírica; real porque hay en ella personajes, instituciones y lugares fácilmente reconocibles en sus homólogos fuera de la ficción; y onírica porque la riqueza espiritual de sus personajes rivaliza con el cinismo del mundo capitalista y globalizado que les impone sus valores materialistas, con la inmediatez tiránica de las redes sociales y las emociones humanas reducidas a emoticones, y con la pereza de pensar la propia vida en la que tantos nos hemos perdido.
Ahora bien, el realismo de esta novela es especialmente incómodo cuando nos enfrenta con nuestro presente, signado por la violencia, el consumismo, la desigualdad, y la decadencia de las artes y las ciencias a merced del poder político y económico. Pero su idealismo, su espiritualidad, la ternura de sus personajes, su sabiduría, y su capacidad de amar y resistir nos enseñan otra cara de la humanidad contemporánea, de aquellos que sostienen la dignidad de nuestra especie, que representan una armonía y comunión más allá de cualquier religión o dogma político. Y hablamos de especie, porque aunque Maldades parte de algo tan concreto como la Medellín del siglo XXI, su voz, sus temas, sus angustias y sus esperanzas son de carácter universal.
Lo mejor de Maldades son sin duda sus personajes: Isáfora, Julián, Alzbieta y Verónica. Los cuatro pilares sobre los que se sostiene, sin tambalear nunca, una potente narrativa que no se ciñe a circunstancias espacio-temporales predefinidas, sino que funciona más bien como un gran mural donde la simultaneidad es la única constante, siendo la vida y la muerte, el amor y el desamor, la crueldad y la ternura, nada más que trazos adyacentes que se abrazan bajo la misma luz. Estamos, pues, ante una novela que tiene todas las características de una gran obra literaria, ambiciosa, inagotable, heterogénea, y que sabrá recompensar al lector paciente y esforzado que se aventure a subir la pendiente de sus páginas.