Nada detenía nuestra danza es una novela que subvierte los estándares de la narrativa convencional. Sus personajes no llevan nombre propio, sino escuetos y dolorosos vínculos afectivos: Hija, Tía, Madre. El tiempo se acumula en la carne de quienes cuentan y padecen. Recordar es enfermar y olvidar es trastocar episodios que legaron miedos, luchas y esperanzas. Las historias contadas invocan la selva, el Pacífico y el Caribe colombianos, una África imaginada, las calles de una ciudad europea o los pasillos iluminados de un hospital siquiátrico, acaso el único lugar real.
“La realidad no existe fuera de nosotras”, declaran las parientas agonizantes y su maestría narrativa nos sumerge en abismos: “Vamos y volvemos por nuestros cuerpos para ser y dejar de ser en cada instante”. Cantos, rituales y lenguas diversas reaparecen y desaparecen en ahogos de aliento. A la falta de aire, se superponen la narración oral y la capacidad de averiar la memoria a partir de conversaciones trastocadas, recuerdos imprecisos, mentiras hilarantes, sueños inducidos o danzas improvisadas.
Estamos ante una prosa de profundas y emotivas discusiones en torno al feminismo, la identidad sexual, el bullerengue, el encierro durante la pandemia, la violencia de género y las enfermedades mentales. Temas tratados desde la sororidad y con una pericia literaria que hace posible vivir la experiencia de la simultaneidad, dejándonos irremediablemente conmovidas.