NARCISA EN SU TESTAMENTO
Y ella, con el dolor de su alma, se enamoró.
La montaña los invitó a pensar. Sin saberlo, sus egos
se protestaban. Atrás quedaron los días en que el
cóndor, el que habitaba esas soledades, fue escarnio
de su tragedia, de la leyenda y de sus encuentros. A
casi cinco mil metros sobre el mar del Callao, no le
afectó el mal de altura, quizá porque la leyenda
ocurrió en realidad y ser ave fue la única forma que
tuvo ella de quedárselo y preñarse de él. Y aunque
ambas cosas no sucedieron, en ese instante,
rodeados de lagos y aguas violetas, aunque les daba
vergüenza llorar, lloraron. Porque sabían que era
verdad, que el dolor traspasó los límites de sus
cuerpos, que consumieron su amor desde niños y
ahora no les alcanzaba. Se habían gastado lo que ya
no tenían, vivieron la edad prohibida y
desperdiciaron la permitida. Exprimieron la pulpa
fresca de sus entrañas y la fábula maduraba bajo el
sol del destierro. Ellos, los mismos, ya no eran los de
antes. Habían dejado de ser cuerpecitos de golosina
para convertirse en agrios contrabandistas.