Carolina es una mujer mayor. Es ama de casa, está casada y tiene un solo hijo. Su cuerpo tiene las marcas del paso de los años dedicado a las tareas hogareñas. Su memoria empieza a ser frágil: acumula olvidos y confusiones. Está asustada. El médico le recomienda anotar. Papelitos por todos lados retienen esa memoria que se le escurre entre los dedos. El único lugar propio, que alimenta sus recuerdos, es el patio de la casa, lleno de macetas, un limonero y un árbol de paltas. Pero ese lugar también parece derrumbarse. Una exquisita reconstrucción de costumbres y vida cotidiana de un pueblo, en la que los mandatos arcaicos, venidos de las profundidades de una Italia campesina inmigrante, se reflejan en una existencia sofocada. Desde la subjetividad más pura, Luciana De Luca pinta un cuadro de innegable objetividad. Un soliloquio poderoso, que no concede ni un milímetro a recursos fáciles; por el contrario, da forma y palabra a una mujer que no encuentra cómo expresarse en el denso tejido de obligaciones y postergaciones que conforman su historia y su vida. Como la de tantas otras mujeres.