El pendejo tiene mala fama. En el reino del depilado brasileño y hollywoodense —intransigencias que buscan disciplinarlo o desaparecerlo—, el pendejo aterriza en la sopa, retorcido e impertinente, saca la lengua y ríe. Confundido con el transgresor asocial y con el individualista prepotente, ha sido excluido por homonimia de los salmos responsoriales de la ciudadanía democrática. El pendejo es la peste: no obedece, improvisa, todo lo ve juego.
Estigmatizado, sí, y, no obstante, admirado. La pregunta es ¿por qué? El buen sentido responde: «Porque la hace» y, claro, todos queremos «hacerla»; se olvida el cómo, el cuándo y dónde, el con quién y a quién.
En el exitismo contemporáneo, forma galvanizada de cojudismo punzocortante y signo de época, lo más importante es eso: «hacerla».
Nada más lejos. Este ensayo ha intentado recoger el potencial latente de una forma de vida lúdica y transformadora, astuta y fraterna; el corazón de la perspicaz resistencia plebeya.