Truman Capote fue un maestro de las formas breves y un agudo observador y cronista de su época. Las semblanzas que reúne en este volumen son una buena muestra de ambas virtudes. Capote escribe —a veces con ternura, otras con perfidia, siempre con un estilo admirable— sobre figuras muy relevantes de nuestro tiempo, trazando una serie de magistrales retratos como el dedicado a las andanzas japonesas de Marlon Brando durante el rodaje de Sayonara (y que, por cierto, tanto irritó al gran divo); el ya mítico perfil de Marilyn Monroe; una bellísima rememoración en claroscuro de Tennessee Williams; una emotiva aproximación a Elizabeth Taylor, en la que también asoman un desquiciado Montgomery Clift y un ambicioso y ya alcohólico Richard Burton; un acercamiento a «esa leyenda moderna» que Jane Bowles y otro al arte fotográfico de Cecil Beaton.
Y son precisamente los retratos de otro fotógrafo, Richard Avedon, los que inspirar a Capote una serie de certeros perfiles, empezando por el del propio Avedon, y luego, pasando revista a un socarrón John Houston, un ambivalente Chaplin, una coqueta Coco Chanel, un moribundo Somerset Maugham, un errante Ezra Pound, una anciana y fascinante Isak Dinesen, una Mae West de carne y hueso, un Louis Amstrong captado desde la mirada infantil, un Gide que reflexiona sobre Cocteau, un Bogart retratado a través de sus palabras fetiche, un Picasso tan genial que podría provocar instintos asesinos y un Duchamp iconoclasta que bien podría ser su reverso.