En esta profunda investigación sobre la historia de los monasterios y de las prisiones, Jane Brox pone al descubierto uno de los aspectos más olvidados de nuestras agitadas vidas contemporáneas, y presenta sus dos caras extremas: el silencio como castigo y el silencio como salvación.
"A pesar de que la vida contemporánea empuja el silencio a las esquinas, persiste el anhelo, al igual que la fe, de que ofrece algo que el ruido del mundo no puede ofrecer".
A finales del siglo XVIII, el hacinamiento en prisiones inmundas y las penas corporales como marcas con hierros candentes eran castigos comunes contra los delincuentes. Con el fin de erradicar aquellos tormentos, y como parte de una innovadora reforma penitenciaria, durante una velada en casa de uno de los padres fundadores de los Estados Unidos, Benjamín Franklin, surgió la idea de aliviar las miserias de los condenados dentro de las cárceles y permitirles redimir su alma: ladrones, falsificadores, salteadores y asesinos de la Penitenciaría Estatal del Este de Filadelfia fueron los primeros en experimentar una atmósfera de soledad extrema creada a través del silencio.
Al silencio como sanción impuesta a los transgresores de la ley, se contrapone el silencio como medio para desapegarse de los bienes temporales y las afecciones del ego, usado tanto por los monjes medievales como por los ascetas del siglo XX, como el escritor norteamericano Thomas Merton.
"Algunos de nosotros buscamos intervalos de silencio deliberadamente: semanas, días, horas, incluso solo unos minutos cada mañana. Algunos de nosotros encontramos lo que podemos".