La voz de Luis Germán es parca. Oscila entre la timidez, la ironía y una risa en voz baja. Nos devela lo que su mirada descubre en los entresijos de situaciones cotidianas. Los sucesos pierden, entonces el peso de lo concreto y adquieren levedad y profundidad; un aire de transfiguración. En este poemario todo tiene nombre propio. Las imágenes dan cuenta del tiempo vivido y el tiempo recordado. El poeta rinde tributo a sus muertos. A parientes, amigos y escritores. A los paisajes de la infancia. Al gato y al pájaro, al verano y al trueno. Y al sol que entra junto con las sombras de los árboles a la casa de baldosas brillantes.
Luis Germán sabe que cada poeta necesita de “todos los años del mundo” para escribir un poema o un solo verso perdurable. Por eso, en un gesto de silenciosa gratuidad, nos ofrece sus versos y nos indica el sentido último de sus palabras:
Mis palabras
–las mismas de la tribu–
quieren ser cobijo para tus palabras.
La sombra de un árbol que les permita
echarse a descansar.
Oreste Donadío
Todos los años del mundo, gracias a la diafanidad de sus atmósferas, hace resonar la memoria. Una suerte de oráculo recupera el tiempo y lo transforma; el alma de los ancestros –voces, gestos, olores, paisajes, parlamentos…– dialoga con el presente y nos dice que los otros son también el yo del poeta. La textura de estos retratos de familia –y de amigos, amantes, vecinos, transeúntes…– y el ritmo cuidadoso y fresco de su lenguaje suscitan verdad.
La lucidez y precisión de Luis Germán Sierra, presentes en este poemario y en Coda de silencio, su anterior libro, revelan la vida.
Gustavo Adolfo Garcés