Pioneros de la inmigración asiática, los japoneses llegaron al país huyendo de la guerra y el hambre. Ocuparon oficios vacantes como el de tintorero o floricultor, con los que tradicionalmente se los asocia. Pero Fernando Krapp recorrió la Argentina y, más allá de los estereotipos, encontró un vergel de circunstancias impensadas: una comunidad de cultivadores japoneses en el sur de Mendoza con una saga de glorias, fracasos y enfrentamientos dignos de una novela del siglo XIX; un descendiente de japoneses que fabrica remedios con veneno de víboras en lo más hondo de la selva misionera; una casa-museo con piezas de arte de gran valor que funciona dentro de un antiguo granero traído desde Japón pieza por pieza; un paisajista furibundo que vive en Escobar y diseña jardines con celo de escultor; una contienda tan profunda como insospechada, que lleva casi medio siglo, en torno al Jardín Japonés de Buenos Aires. Habló con floricultores, tintoreros, cocineros, plantadores de té, acupunturistas, lavadores de papa y escritores. Presenció peleas de sumo, acompañó la elección de una joven reina de la comunidad, participó de la celebración del Día del Tintorero, estuvo acuclillado sobre un tatami a lo largo de una ceremonia del té. Habló con los primeros inmigrantes, y con sus hijos, y con los hijos de sus hijos. El resultado es un fresco inesperado, entrañable y doloroso de la corriente migratoria más desconocida de la Argentina.