Anguera, Laura

Tras nueve años ejerciendo como abogada en un gran despacho, trabajando a destajo, sin horarios y sin vida, un cliente -una promotora inmobiliaria propiedad de una entidad bancaria- me ofreció un puesto ejecutivo: directora del departamento de sociedades participadas, la posibilidad de sentarme en el consejo de administración de catorce sociedades cuyo accionariado compartíamos con catorce socios distintos, cada uno con una manera propia de entender el negocio inmobiliario. Y de gestionarlo. La promotora de un banco, préstamos y ladrillos, el binomio perfecto. ¿Quién podría reprocharme que metiera mis pertenencias en una caja y saliera por la puerta del bufete a toda prisa? ¿Quién podía culparme por instalarme en un hermoso despacho en la planta diecisiete de la entidad bancaria, con vistas a la ciudad y a nuestro enjambre de grúas que, allí al fondo, se empeñaban en seguir construyendo sin parar? ¿Quién podía sospechar siquiera el lío en que me estaba metiendo? Al fin y al cabo -era una promotora inmobiliaria, era una entidad financiera- nada podía faltar.Cuatro años tardé en volver a guardar mis pertenencias en una caja de cartón. Durante este tiempo el banco, viendo venir el desastre, decidió desinvertir en el sector del ladrillo y vender la promotora al mejor postor. Lástima que ese postor, epítome del crecimiento inmobiliario en aquel momento fuera un auténtico flautista de Hamelin en la caída que se iniciaría tan sólo unos pocos meses. Un derrumbe que tuvo su particular chupinazo el 23 de abril de 2007, con el crack bursátil protagonizado por nuestro nuevo accionista, popular e infaustamente recordado como el "astrocazo".Durante esos cuatro años el trabajo fue frenético. Al principio, en un mercado que funcionaba bajo la máxima de que "lo único que no da beneficios es lo que no se construye", había que edificar lo que fuera, donde fuera. Luego, tras el desplome, hubo que intentar renegociar la ingente deuda con las entidades bancarias, ajustar plantillas, achicar ladrillos para mantener la nave a flote... un nuevo abanico de tareas para los abogados que aun resistíamos, cuando la mayoría de arquitectos, ingenieros y comerciales habían sido acompañados hasta la puerta. Hasta que ya no pude más, rescaté mi vieja caja de cartón y me marché.Tardé nueve meses en escribirla, el mismo tiempo que mis amigas dedican a otros menesteres. Fueron tardes felices, encerrada en casa con mi música y mi ordenador. Pero tenía que volver a trabajar, porque en este país de la literatura no se vive. Y el azar, que nunca deja de sorprenderme, dejó mi curriculum donde menos lo esperaba: directora de servicios jurídicos de un club de fútbol, un puesto que ni pintado para alguien como yo, que nunca le he dado una patada a un balón... ¡Ay el fútbol! otro mundo apasionante, otra brillante supernova a punto de estallar.