Este relato no es sólo la confesión de un asesino, sino la justificación estética y filosófica de por qué el asesinato no sólo puede ser un arte, sino también un oficio.
«Sangre. Mi primer encuentro con ella, siendo infante, fue un día de pelota. Era mi turno al bate, con cinco años, y le arruiné por error el rostro al receptor [...]. Se hizo un silencio esponjoso, de refresquito en polvo, y el brote de hemoglobina cautivó mis sentidos.»
Este pequeño incidente durante la infancia de un niño determinó el destino de un hombre, un asesino que encontró en el arte de matar la justificación de un modo de vivir, expresarse y alimentarse. El relato descuartiza y cataloga uno a uno los argumentos de sus actos con precisión cirujana pudiendo llegar a crear un impresionante sentimiento de empatía con el autor de los crímenes.