González Lozano, Francisco
No se admire el lector por cuanto vea que unos perros parlantes hacemos la reseña de su estampa. Nosotros le avistamos en la UMU, la pública de Murcia, con hambre de saber, sediento de lecturas, que “Hispánicas” licencia en cinco cursos. Trabamos amistad y al cabo de algún tiempo, cansados de los viejos pergaminos, decidimos entrar a su servicio. El autor de este libro, el que ahora nos tiene prohijados en la otrora feraz vega murciana, vio la luz en la villa de Fortuna, en 1947. De belén palestino la retrata. No sabemos por qué. Es duro secarral de sol y moscas, tributario de fiestas, donde nadie se siente forastero. Sabemos del mentor que muy pronto conquista las míticas columnas herculinas, en el puerto de Rotterdam. En apenas dos años termina su periplo por Europa, de gozoso viajero, con la piel ya curtida por los vientos y los huesos marcando paralelos. Y llega a “La ciudad de los prodigios”, tanto tiempo de espaldas al marino horizonte. Inicia sus estudios en la Escuela Oficial de los mercantes, recalando en la arena de Riazor, donde termina. Siguen años de mar—el mundo es una ruta comercial— que adobados con “faifa” permanente, permite comprobar el trato acogedor de las ciudades al que gasta el dorado vil metal. Contó que en el 70, su atlántico destino, la tarde disfrazada que Carnal cede el paso a la mística Cuaresma, al pie de la farola que no alumbra, conoció a la bellísima sirena, que no necesitó, oh divina locura, su ardiente melodía, pues los dardos danzaban por los aires. El mar abandonaron, unidos ya sus cuerpos y sus almas con el lazo libérrimo que trasciende el morir. Navegan la olorosa brisa suave, cabalgando las olas cautivados, y aunque vean las proas de otras naves, cinco anclas les tienen fondeados.
Cipión y Berganza